Antes del pitazo inicial, Nacho había manifestado que viviría un momento “como de película”, consciente de la carga sentimental que arrastraba su visita al estadio. Aunque intentó mantener la concentración necesaria para un partido competitivo, la experiencia fue más que un desafío futbolístico: fue una prueba de equilibrio entre la profesionalidad y la emoción personal.
Durante el encuentro, Russo mantuvo el foco en su tarea en la cancha; fuera de ella, se permitió los gestos humanos: saludó al cuerpo técnico de Boca, estuvo cerca del banco rival y compartió instantes breves con quienes habían trabajado junto a su padre. Esa cercanía sin pompa fue interpretada por la gente como una forma de acompañamiento que, en boca de los hinchas, se transformó en un gesto de afecto hacia toda la familia Russo.
Al término del partido, la escena más simbólica se produjo cuando el club le entregó la camiseta conmemorativa que había sido lanzada al cielo con globos durante el homenaje anterior y que, semanas después, apareció en un campo uruguayo: tenerla en sus manos significó cerrar un círculo y recuperar un objeto cargado de significado. En la entrega no hubo discursos; lo que hubo fue llanto contenido, abrazos y palabras sencillas que resumieron el espíritu de la noche.
"Emocionalmente fue muy fuerte. Él estaba acá hace poquito. Yo tenía que cumplir, estoy en Tigre. Queríamos ganar. Eso tuvo un condimento especial en lo previo. Después, cuando arrancó el partido, me enfoqué en tratar de ganar. Veré si puedo tratar de disfrutar algo más dentro del enojo. Voy a tratar de salir un poco y disfrutar lo que pueda", afirmó.